Hace muchos años, desde el puente de la avenida Sarmiento un muchacho tomaba fotos a las máquinas y vagones estacionados sobre las vías. Entonces, un policía le indicó que dejara de hacerlo porque estaba prohibido. Razones de seguridad nacional, adujo. ¿Era un espía, el joven? No, sólo un aficionado al transporte, en particular ferroviario y público urbano. La advertencia que ya en ese entonces parecía extraña hoy no tendría ningún sentido. Cualquier satélite, público o privado, podría observar la infraestructura de transporte de cualquier país.

Téngase aquello en cuenta al abordar algunas discusiones sobre la privatización de empresas públicas, sobre todo para dejar de lado el mito de la soberanía nacional, en realidad una excusa para encubrir intereses políticos y gremiales. Tal argumento se esgrimió, por ejemplo, contra la privatización de los teléfonos en los años 90. ¿Sufrió el país la dominación extranjera, la pérdida de capacidad para las decisiones públicas? No. De hecho, el Estado aumentó su eficiencia gracias a mejor tecnología de comunicación, incluyendo Internet, y los ciudadanos incrementaron su capacidad de controlar al Estado por los mismos motivos (cuán bien la usaron es otra historia).

Por supuesto, los gobiernos cargaron la restricción de respetar la propiedad privada. Pero eso no es entreguismo sino un mandato de la Constitución Nacional porque es un derecho individual reconocido en ese documento. Derecho que durante décadas los gobiernos pisotearon; la privatización aumentó la soberanía individual, el poder de los individuos sobre los gobernantes. ¿Cuánto sufrió el pueblo? Nada. De esperar años para tener un número hoy se pueden comprar líneas en cualquier cuadra. ¿Cómo se afectó la comunicación? De manera positiva: hay más líneas que personas. Tarifas y condiciones de servicio son cuestiones de competencia de mercado y control estatal, no de mayor o menor patriotismo.

Véase ahora el caso de Aerolíneas Argentinas, uno más de “la Patria no se vende” cuando la pobre no tiene nada que ver. Primero, el punto no es el control del cielo. La tecnología y la administración lo sacaron del campo: la mayoría de los aviones usados por la compañía lo es bajo arriendo (algo usual en el mundo). Más útiles para eso serán los F-16 recientemente comprados a Dinamarca. Segundo, trabar una política de cielos abiertos no evita el espionaje extranjero si con ese cuco se quiere impedir la llegada de capitales foráneos: las rutas son fijas (¿sirve espiar siempre el mismo terreno?). Tercero, en caso de ser necesario puede aplicarse la expropiación temporánea para aprovechar las aeronaves ajenas.

Una cuestión más seria es la integración del territorio, la soberanía apoyada en el sentimiento de pertenencia ayudado por la capacidad de llegar a cada rincón del país. Como las empresas privadas desatenderían las rutas no rentables la privatización impediría la unidad nacional. Pero no necesariamente pasaría así. Primero, es posible que algunos tramos no sean atractivos para una compañía de cobertura nacional y aviones de gran porte pero sí para firmas regionales pequeñas con aeronaves de menor capacidad. Se trata de adecuar tamaños y frecuencias. Segundo, pueden subsidiarse los tramos de interés por razones de política de integración en vez de subsidiar una empresa. Es parecido a la no justificación de una televisora estatal. Para ciertos mensajes hoy es más barato contratar ocasionalmente una productora de contenidos y comprar espacio en un canal privado o Internet que mantener un monstruo sin rating.

Se dirá que en el mundo hay ejemplos de canales con financiamiento estatal que funcionan bien, como la BBC o la DW. Sí, pero se trata de Gran Bretaña o Alemania, no de Argentina. Aquí, la historia lo avala, termina en un canal del Gobierno, no del Estado. Partidario, no público. Por otra parte, el subsidio localizado estaría habilitado por la “cláusula del progreso” de la Constitución Nacional (hoy artículo 75, inciso 18) que fue bien usada para la construcción del país durante el siglo XIX.

Ya fuera de la soberanía se pretende tocar otro nervio sensible planteando que detrás de cada empleado hay una familia. Es cierto. Pero detrás de cada contribuyente que soporta el déficit de Aerolíneas también hay una familia. ¿Estas personas valen menos? No se trata de calidad humana. Excelentes pilotos, auxiliares amables, administrativos solícitos. Encontrarán trabajo rápidamente si llegan más empresas y fuera necesario racionalizar Aerolíneas. Pero la compañía, tal como funciona, es una carga para la sociedad, no una ayuda. Debe recordarse que el sentido de una empresa son los clientes, no los empleados. Una firma no se crea para dar trabajo sino para proveer bienes o servicios y para hacerlo necesita personal. Las prioridades son al revés de las que sostienen los gremios aeronáuticos.

Ahora, ¿cómo funcionó la competencia? Pues mal, claro, por abuso de posición dominante de Aerolíneas gracias a privilegios gubernamentales. ¿Cómo competir con una empresa que puede tener pérdidas porque el Estado cubre sus gastos? ¿Que gracias a eso podría tentarse con atender ciudades con una frecuencia injustificada de modo de desplazar a los competidores? ¿O cuando el gobierno no asigna hangares a otras firmas, toma medidas que entorpecen sus operaciones o cierra o no habilita aeropuertos alternativos? Por cierto, también por ineficiencia estatal en el control cuando Aerolíneas estaba privatizada.

La soberanía tiene más de resultados que de discursos. Por ejemplo, si para sostener un “Estado soberano” se establecen impuestos confiscatorios que terminan en menos inversión, destrucción del empleo y peores salarios no hay traición sino medidas equivocadas. Invocar la soberanía no anula las consecuencias de los actos. No es soberano quien hace lo que quiere sino a quien le respetan sus decisiones. Y si no hay poder militar la soberanía viene del prestigio político o de la economía. Los buenos gobiernos, no el populismo, fortalecen la soberanía. Así, no hay que confundir la herramienta con el objetivo. No había soberanía en los teléfonos, tampoco la hay en los aviones. Sí en la eficiencia, las inversiones y los precios estables.